Es común a casi toda la dirigencia política afirmar la necesidad de que se arribe a un acuerdo parecido al Pacto de la Moncloa, denominación que se ha generalizado como consecuencia del acuerdo alcanzado en España luego de la muerte de Franco.
Un pacto así no sería otra cosa que un acuerdo nacional o, como alguien lo ha insinuado, una reedición del Acuerdo de San Nicolás.
Parece indispensable dar este paso, mediante el cual se convendrían políticas de Estado, orientadas al bien común, cuya aplicación pueda proyectarse en el tiempo, con independencia de los sucesivos gobiernos, que se obligarían a respetarlas.
Ahora bien, ese "gran acuerdo" lleva implícito, como premisa necesaria, la concreción de una amnistía general, que clausure definitivamente la situación de encono, la venganza, la persecución implacable y todas las secuelas de la guerra contra la subversión ocurrida en nuestro país hace más de treinta años.
Pero hasta allí parecen no llegar nuestros dirigentes.
En cuanto se pronuncia la palabra "amnistía", no demoran mucho en rasgarse las vestiduras, demostrando cuán alejados están de la racionalidad política y, seguramente, también del sentimiento de la inmensa mayoría de los argentinos.
Está claro que, ante esta actitud farisaica, hablar de amnistía no parece ser políticamente correcto, pues aunque se trate de una minoría la que no la acepta, hacen falta convicciones, grandeza y coraje para sostener la necesidad de su vigencia.
Virtudes como ésas deberían aflorar en el escenario político.
Basta con asomarse a lo que ocurre en los países vecinos para recibir, en esta materia, una elocuente lección.
En los últimos seis años, desde el Gobierno, se ha predicado, a tiempo y a destiempo, el odio y el resentimiento contra un solo sector de la contienda, como si la guerra se hubiera desatado sin que nadie la hubiera provocado.
Se ha ido acentuando el hostigamiento contra los militares y contra las fuerzas de seguridad.
El objetivo es privarlos de su libertad a cualquier precio, anulando indultos que habían sido homologados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, derogando -a través del Congreso- las leyes por las que se habían extinguido las acciones penales, reabriendo los procesos y vulnerando la garantía de la cosa juzgada, violando, de modo manifiesto, el principio de legalidad, aplicando retroactivamente normas penales, desnaturalizando la forma republicana de gobierno, desconociendo la presunción de inocencia que tienen todos los procesados, negando la detención domiciliaria a quienes en derecho les correspondía, excediendo en muchos años los límites impuestos a la prisión preventiva por la Convención Americana sobre Derechos Humanos y su ley reglamentaria y ejecutando un amplio abanico de medidas persecutorias que sólo sirven para profundizar la discordia y frustrar la necesaria unión nacional.
Como consecuencia, en la actualidad hay más de seiscientos presos políticos -sin contar los ochenta muertos en cautiverio- cuyo encierro obedece a una decisión política, con la necesaria complicidad de una Justicia temerosa y prevaricadora, en la medida en que sus procedimientos y fallos desconocen los liminares principios señalados.
La Justicia ha sido conculcada a través de estas aberraciones, consumadas por quienes, se supone, son sus intérpretes.
Ello exacerba rencores y fomenta la discordia.
No se puede reconstruir la República, si no impera la paz.
La paz, que no es lo mismo que un mero pacifismo conformista.
La paz supone un orden justo. Como la definía San Agustín, la paz es "la tranquilidad en el orden".
Para alcanzarla es necesario restablecer el pleno Estado de derecho.
Al mismo tiempo, es perentorio recuperar un valor propiamente político, como es la concordia o la amistad política a los efectos de un nuevo comienzo, con las ventajas consiguientes para la sociedad en su conjunto.
El ministro Carlos Fayt, en sus disidencias en los fallos de la Corte que anularon las leyes denominadas "de punto final" y "obediencia debida", ha señalado que tanto amnistías como indultos configuran "una potestad de carácter público instituida por la Constitución Nacional, que expresa una determinación de la autoridad final en beneficio de la comunidad", relacionada con los objetivos del Preámbulo de consolidar la paz interior y promover el bienestar general.
La amnistía es un acto de recíproco olvido.
Quien la recibe debe devolverla, y quien la da debe saber que él también la recibe.
Marca un olvido, tanto de las injusticias pasadas y sufridas, como de la idea de someterlas al veredicto de la Justicia, presente o futura.
Urge, en vísperas del Bicentenario, en esta Argentina difícil, profundamente degradada, volver al cauce de la Constitución histórica, recurriendo a los remedios que están en su texto y que ninguna convención internacional ha abolido, que permitirían afianzar la paz interior y superar las secuelas más dolorosas de nuestra guerra, mediante una generosa ley de amnistía.
© LA NACION
Alberto Solanet
abogado
Presidente
Asociación de Abogados
por la Justicia y la Concordia.
ESTAN SEÑALADAS CON EL COLOR DE ESTE PÁRRAFO LAS BARBARIDADES COMETIDAS POR EL PODER JUDICIAL, COBARDE, GENUFLEXO Y CORRUPTO DE ESTE ¿PAÍS?.
ResponderEliminarNO LO DIGO YO, LO DICE UN ABOGADO.-
Alberto Solanet