La utilización interesada de la memoria histórica, y de la revisión judicial de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura, les sigue debiendo explicaciones a las víctimas de la violencia guerrillera.
Lo que pasa es que vos peleaste del lado equivocado”.
Eso es lo que pienso decirle al ex soldado Ricardo Valdéz apenas se cure de la dolencia que lo tiene a mal traer y que, sin dinero, lo obliga a viajar cada tres semanas de Formosa a Buenos Aires, donde lo someten a agotadoras sesiones de quimioterapia.
Es una frase irónica y será dicha para exorcizar tantos sufrimientos y tantas humillaciones que, afortunadamente, no parecen haber alterado su calma provinciana ni su preocupación por los camaradas que permanecen en una situación aún peor que la suya.
Valdéz puede ser considerado un héroe, no porque él haya querido sobresalir entre sus pares formoseños sino porque la historia fue a buscarlo el domingo 5 de octubre de 1975, casi seis meses antes del golpe, cuando él y otros soldados conscriptos (el servicio militar era obligatorio) custodiaban el regimiento ubicado en las afueras de la ciudad de Formosa.
En realidad, Valdéz y su grupo estaban durmiendo; habían terminado su turno cuando, a la hora de la siesta, otros jóvenes argentinos como ellos pero con el flamante uniforme azul de Montoneros atacaron el cuartel en la llamada “Operación Primicia”.
Los dos pelotones mejor preparados debían tomar el edificio de la Guardia; allí, el primero que murió fue el soldado que estaba más cerca de la puerta, Antonio Arrieta, que era el telefonista y no tenía armas.
Tres de los atacantes fueron a la puerta del dormitorio donde descansaban Valdéz y diecinueve soldados.
Los montoneros habían entrado al regimiento convencidos de que no tendrían que disparar contra nadie porque los soldados se rendirían a la primera intimación:
daban por descontado que, siendo tan pobres y tan peronistas, los conscriptos se plegarían rápidamente a quienes luchaban por la revolución socialista.
Pero, sucedió que Valdéz y sus compañeros se resistieron y escaparon del dormitorio por una ventana. Claro que antes de que pudieran instalar el primer foco de resistencia, perdieron cuatro camaradas:
Marcelino Torales, el albañil y cantor aficionado que admiraba a Sandro; Dante Salvatierra; Alberto Villalba, y José Mercedes Coronel, el bicicletero de Clorinda.
Otros quedaron heridos.
Valdéz tuvo un comportamiento heroico.
Recordando sus años de futbolista rudo en San Jacinto, una colonia de agricultores ubicada a 195 kilómetros de la ciudad de Formosa, se tiró con los pies en plancha y cerró la puerta del dormitorio.
Y tirado en el piso la mantuvo clausurada con su cuerpo durante una decena de minutos cruciales; a los guerrilleros no les quedó otra que disparar sus ráfagas a través de la madera de la puerta.
“Operación Primicia”, que fue el debut del Ejército Montonero, terminó mal:
en media hora de un combate encarnizado hubo veinticuatro muertos, doce guerrilleros y doce defensores del cuartel, entre ellos diez soldados, de 21 años.
La primera paradoja de aquella tragedia es que todas las víctimas, de un lado y del otro, fueron peronistas.
A los 56 años, jubilado de la policía provincial, Valdéz es el presidente del centro de ex soldados que defendieron el cuartel, que es una organización prestigiosa en Formosa, donde todos los 5 de octubre se realiza un acto y un desfile cívico militar.
Ese honor no cruza el río Bermejo; en el resto del país nadie los recuerda.
La segunda paradoja es que, en cambio, los guerrilleros muertos son considerados por el gobierno nacional, y también por el gobierno porteño, como víctimas del terrorismo de Estado y así figuran en el monumento en la Costanera norte de la ciudad de Buenos Aires a pesar de que murieron durante el ataque a un cuartel en pleno gobierno constitucional de Isabel Perón .
También son homenajeados así en las facultades donde estudiaban (como el soldado santafesino que abrió las puertas del cuartel) y en las ciudades donde nacieron.
La tercera paradoja es económica: los parientes de la mayoría de los guerrilleros muertos cobraron la indemnización prevista para las víctimas del terrorismo de Estado mientras los padres de los soldados muertos deben contentarse con el sueldo básico de un cabo.
La diferencia de dinero es abismal: la vida de un guerrillero vale por lo menos seis veces más que la de un conscripto.
Los soldados que sobrevivieron no reciben ningún subsidio; sólo los heridos más graves cobran una pequeña pensión.
Y así, pobres y olvidados, se van enfermando y se van muriendo, como sucedió hace poco con Juan Carlos Torales, “Toralito”, que trabajaba en una plantación de pomelos en el interior de Formosa y agonizó varios días sin asistencia médica.
Valdéz está peleando para torcer esa historia, con la colaboración de su mujer y de sus hijos.
Y de los amigos y conocidos que lo ayudan a pagar los pasajes en ómnibus a Buenos Aires y el hotelito en el que se aloja, a media cuadra del Hospital Italiano.
Si hubiera peleado en el otro bando, si se hubiera rendido y entregado el cuartel, no le faltarían ahora funcionarios amigos ni homenajes oficiales ni indemnizaciones extraordinarias ni pasajes de Aerolíneas Argentinas.
Ceferino Reato.